La caída de Afganistán: derrota de la humanidad

La caída de Afganistán: derrota de la humanidad

El retroceso de los valores modernos en Afganistán como parte de una lucha global.

Estados Unidos tiene alrededor de 200.000 soldados repartidos en el mundo de un total de 1,3 millones. Esa es la gran diferencia respecto de cualquier otra potencia militar: una presencia y capacidad de movilización global sin precedentes. Por eso sigue siendo, aunque últimamente más en lo militar, político y cultural que en lo económico, una superpotencia mundial hegemónica.

En Japón, las tropas estadounidenses estacionadas se acercan a 40.000. En Alemania rondan los 35.000. Corea del Sur alberga a casi 25.000. Italia a 10.000. ¿Están esos países “sometidos” por Estados Unidos? Claro que no. Son plenamente libres, no solo sus gobiernos, sino también sus pueblos. Porque son democracias liberales y pueden echar a esos soldados cuando quieran. No hay acciones bélicas dentro de esos países. ¿Por qué están ahí, entonces, esas tropas “yanquis”? ¿Por qué no las expulsan los pueblos y gobernantes japoneses, alemanes, surcoreanos e italianos?

Pues porque ejercen un enorme poder disuasorio contra Estados autoritarios sedientos de recursos y territorio que no dudarían en expandirse si pudieran, como lo ha hecho Rusia en Georgia y Ucrania y como la está haciendo China en Hong Kong (violando los tratados internacionales) y en su Mar Meridional (construyendo islas ilegales para avanzar sobre aguas ajenas).

Esa es la diferencia entre imperio y hegemonía. Estados Unidos no es un imperio, sino un hegemón. Y es un hegemón democrático que, como toda democracia, tiene instituciones mucho más permeables que las de los autoritarismos al sentido común, deseo de paz, empatía, estado de ánimo y sentimiento de justicia del ser humano promedio. Por eso, en un contexto de globalización, las democracias y las dictaduras tienden a copiarse a sí mismas en el extranjero, cual células. Lo necesitan para asegurar y estabilizar sus propios sistemas; para crear un entorno seguro para sus valores, prácticas e intereses.

Estados Unidos no le dio a Afganistán una constitución democrática ni liberó a las mujeres de ese país por altruismo (lo cual no implica negar, en absoluto, que pueda haber habido muchas personas con auténtico ánimo idealista involucradas en el proceso). Lo hizo porque va de la mano con su propia naturaleza como sistema democrático, como lo hubiera hecho cualquier otra democracia en su misma posición. Lo hizo por la presión de sus medios de comunicación y grupos de interés, por el sentido común y las aspiraciones de sus votantes, por sus tradiciones, por los valores de su propia constitución, y porque su economía y productividad se benefician de la estabilidad y la legalidad.

Dicho esto, ¿por qué no podía dejar Estados Unidos un contingente menor, de 5.000 a 10.000 soldados, a pedido y con la debida autorización del gobierno afgano, para ejercer efecto disuasorio y servir de respaldo de última instancia? ¿Por qué no podía quedar una fuerza de forma permanente, como las hay (y mucho mayores) en Japón, Alemania, Corea del Sur o Italia?

La respuesta es que no había nada que lo impidiera. No es cierto, como instaló demagógicamente Trump, que ello fuera excesivamente costoso para Estados Unidos. Este país invierte en defensa el 3,5% de su PBI. Israel, por citar un ejemplo de nación democrática altamente militarizada, asigna el 5% de su producto a tal fin, y ello no le impide tener su pujanza económica. Es decir, el gasto militar de Estados Unidos es enorme, pero no es insostenible para el tamaño de su economía. Su endeudamiento y desequilibrio no pasan por ahí.

Tanto es el efecto disuasorio de las tropas estadounidenses, que el solo hecho de que Trump firmara un acuerdo con los talibanes, liberando a miles de ellos de las cárceles a espaldas del gobierno afgano y poniendo fecha de retiro de las tropas, generó un gran envalentonamiento de las fuerzas extremistas y un colapso moral fulminante del ejército legal. Este empezó a carecer de todo incentivo y horizonte. A partir de allí, el desenlace actual era solo cuestión de tiempo. Trump bajó la cantidad de tropas de 13.000 (un escaso porcentaje de las 100.000 que habían existido años atrás) a 2.500. Todo con la excusa de un falso costo insoportable. El populismo siempre es peligroso, porque patea los problemas para adelante y los agranda, transformándolos en bombas de tiempo. Pero nada más peligroso que un populista manejando la política exterior del hegemón global.

Biden heredó una situación explosiva. A poco tiempo de asumir tuvo que enfrentarse a la llegada de la fecha límite para la permanencia de las tropas, razón por la cual la postergó de mayo a agosto. No tenía mucho margen de maniobra y debía decidir entre honrar el acuerdo o golpear el tablero con consecuencias no del todo previsibles. Los talibanes estaban muy avanzados y casi que hubiera sido necesario una nueva gran invasión para volver a la situación pre-Trump. Pero Biden se manejó mal. No hay dudas de ello. Los resultados están a la vista.

Aviones de Estados Unidos despegando con afganos desesperados corriéndolos desde atrás, o subiéndose a las ruedas como polizones para caer luego y morir frente a las cámaras. Un aeropuerto operado por tropas de Estados Unidos sin zona de exclusión. ISIS vagando como pancho por su casa y acechando en los alrededores. Militares retirados formando grupos especiales improvisados para rescatar aliados y amigos que en el pasado habían arriesgado su vida por ellos y no podían llegar al aeropuerto. Enormes cantidades de armas y de infraestructura pasando en un santiamén a manos de los talibanes a los que se había ido a combatir en un primer momento. Soldados retirados sin piernas o sin brazos apareciendo en la televisión conmocionados al ver que su sacrificio había sido en vano.

El presidente demócrata recibió un incendio de manos de Trump, pero lejos de intentar apagarlo con agua, más bien parece haberle echado nafta. Se puede discutir si la invasión original estuvo justificada o no; si fue acertada y justa o no. Sin dudas que se hizo con un muy bajo nivel de conciencia y planificación para la magnitud del desafío que se tenía delante. Lo complejo no era derrocar al Talibán, sino evitar un caos posterior y construir algún tipo de institucionalidad democrática estable. Pero, una vez encarada dicha misión, una vez sacrificado tanto en ello durante tantos años, habiéndosele hecho saborear a las mujeres afganas 20 años de algo de dignidad y libertad; habiendo generado un tímido proceso de modernización que ilusionó a tantos ciudadanos, lo menos que podía hacer Estados Unidos era servir de respaldo del gobierno defectuosamente democrático de Afganistán frente a la barbarie antimoderna, inhumana y terrorista del Talibán.

Pactando con los talibanes, Trump pretendía hacer de Afganistán una nueva Arabia Saudita: una dictadura amiga con la cual se pudiera hacer negocios y que proyectara algo de estabilidad en la región. Bueno, las primeras imágenes no parecen ir en ese sentido. De por sí, apostar por un autoritarismo amigo, cuando hay un incipiente y rudimentario proceso democratizador en gestación, es inmoral y anti estratégico en el largo plazo. De hecho, Pakistán, China y Rusia ya se están empezando a repartir el botín. Es muy distinto de cuando no hay ningún proceso democrático visible y solo resta negociar estabilidad y paz con un dictador solitario por no haber otra alternativa. Pero, además, en este caso, ya estamos viendo inestabilidad, guerra e infiltración terrorista. Tanto es así que se habla del temor de que otra vez Afganistán se convierta en un refugio seguro para planificar y dirigir ataques contra las democracias liberales, principalmente Estados Unidos.

La caída de Afganistán es una historia de fracaso de la modernidad, del mundo libre, de la democracia y de los derechos humanos. En una palabra: un fracaso de la humanidad. Pero, igualmente, la historia de la libertad siempre ha sido así: con avances y retrocesos. Hubiera sido mejor que no sucediera una regresión tan fuerte en este punto, pero estamos viendo algo impensado 20 años atrás. Los talibanes intentan aparentar moderación, buscan legitimidad internacional, prometen libertades que no respetan pero que antes ni siquiera prometían, y se sienten obligados a hablar públicamente de los derechos de las mujeres. En paralelo, miles y miles de afganos se resisten a la idea de vivir en la opresión y buscan escapar hacia tierra libre.

Acaso en medio de este caos de fracaso, violencia y derrumbe se observen, de entre las grietas de los escombros, unos tímidos rayos de luz que, en algún tiempo lejano, inspiren un Afganistán verdaderamente libre y democrático, donde lo que brille no sean las explosiones sino la dignidad humana. Después de todo, quien prueba la libertad, incluso una libertad defectuosa, no puede más que sentirse asfixiado en la esclavitud.

Rafael Eduardo Micheletti

rafamicheletti@hotmail.com – www.rafamicheletti.blogspot.com

Rafael Eduardo Micheletti estudió Derecho y Profesorado y se encuentra realizando un Doctorado en Relaciones Internacionales en la Universidad Nacional de Rosario (UNR). En 2018 obtuvo una beca doctoral del CONICET. Actualmente es director de un colegio secundario y forma parte del equipo de colaboradores de Fundación Libertad.